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EL PERRO LAZARILLO (hOMENAJE A LA ONCE)













EL PERRO LAZARILLO







Como cada mañana , Pedro invidente después de una larga enfermedad se prepara para acudir a su trabajo en Barcelona. Tiene una casa acomodada a su servicio y conoce cada rincón de su hogar.




Tuvo la suerte de conocer en su infancia los colores, y saber lo que era una puesta de sol. Una enfermedad fatal de la retina hizo que sus luces poco a poco se fueran apagando hasta sumirse en la más profunda oscuridad. Sabía , aunque nunca estuvo preparado para ello, que pronto que los objetos dejarían de existir para sus ojos, para despertar sus otros sentidos y observarlos desde otro prisma.




Estuvo largo tiempo sin querer aceptar su ceguera inminente que lo dejaría a oscuras en la vida.




Poco a poco y aconsejado por amigos y familiares se acercó hasta la ONCE para asumir de una vez que nunca más vería la luz del día.




Fue en ese momento donde la penumbra cerraba todo atisbo de luz cuando le presentaron a Tomy.




Tomy era un perro pastor alemán que había sido adiestrado como lazarillo para invidentes. Nunca pudo verle claramente pues sus sombras cada vez teñían su retina de color negro, pero sí, aprendió su tacto y su olor muy pronto.




El acoplamiento de Pedro y Tomy fue inmediato en la academia, pero fue mucho después cuando realmente hombre y perro llegaron a una perfecta simbiosis, sin saber donde empezaba uno y donde acababa el otro.




Yo los veía cada mañana cuando coincidíamos en el trayecto hasta la parada del autobús en la Zona Franca de Barcelona.

Me dirigía como cada día al Hospital de la Cruz Roja donde había cursado mis estudios de enfermería y donde trabajé durante años.




Él, Pedro, también salía a la misma hora, y siempre cogía en mismo autobús apeándose unas paradas antes de la Plaza Universidad.




Sabía que al llegar a la esquina de la Calle Energía lo encontraría, y era tanta la fascinación que me producía seguir al invidente y al perro que en muchas ocasiones retrasaba mi llegada a la parada de autobús con tal de seguirlos a poco distancia.




Él, Pedro, calzado con gafas oscuras llevaba con determinación a Tomy con una doble correa. El perro de rubio pelaje e impresionante figura ajustaba su paso al del invidente, y no había charco de agua que no sortease, o árbol que no rodease para evitar un choque del invidente.
Yo caminaba a pasos de distancia con la conciencia tranquila que nada se interpondría para que no le causase cualquier daño a Pedro.




Llagando al semáforo de la Zona Franca y teniéndolo que cruzar hasta llegar a la parada del autobús , el perro no se como , se detenía si estaba en color rojo y cruzaba si estaba en verde con la misma decisión que hubiera hecho cualquiera de nosotros .
Había dos pasos de peatones y el perro antes de decidirse a cruzar, observaba a derecha e izquierda que algún coche despistado se saltase el semáforo.




Nunca en estos años que repetimos esa operación existió ningún incidente que pudiera poner en peligro la vida de Pedro, porque Tomy nunca cometió ningún fallo. Pasaba cuando el muñequito estaba verde (en aquel entonces no existían los semáforos acústicos), y se detenía cuando estaba en rojo aunque algún incauto intentase darle el brazo a Pedro para cruzar, opción que nunca aceptaba diciendo siempre imperturbable;




-



Tengo a Tomy, él sabe cuando debemos pasar. Muchas gracias.




Siempre le había visto actuar de esta forma tan adecuada, e invariablemente tras esta acción se dibujaba una sonrisa, acabando acariciando el lomo del can con la mano que no sujetaba la correa.




La parada del autobús de la Zona Franca siempre estaba abarrotada de gente ya que son cuatro los autobuses que tienen su parada allí.
Los cuatro autobúses toman distintas direcciones, el 9 a la Plaza Cataluña, el 109 hasta la Estación de trenes de Sants, el 37 al Hospital Clinic, y el 72 a la Bonanova. Todos son de estética idéntica, rojos siendo la única diferencia el número que cuelga en su frontal iluminado en color amarillo.
Para la persona no invidente resulta tremendamente fácil observar el número cuando se va acercando a la parada, y subir al destino elegido.




Para Tommy, el perro lazarillo, increíblemente era tan sencillo como para nosotros.
Era en ese preciso momento donde mi hechizo matinal, y la de casi todos los transeúntes que coicidiamos a las ocho de la mañana llegaba a su punto álgido. Lástima que en esa época no existiesen ni los móviles con cámara o las videocámaras, porque seguro que los hubiese colgado en el Youtube para que todo el mundo viese esa actuación tan sorprendente.

El can llegaba a la parada del autobús y se sentaba sobre sus patas traseras al lado de Pedro, esperando pacientemente la llegada del autobús.
Nunca escuché, en todos los años que se repetía esta escena, preguntar a Pedro sobre cual era el autobús que estaba llegando. En ninguna ocasión le hizo falta, Tomy sabia perfectamente en cual tenia que subir junto a su amo.
Jamás entendí como el perro podía discernir entre cuatro autobuses de distinto número y escoger el que era exactamente.




A ojos de espectador, todos los buses rugían con el mismo motor, eran del mismo tamaño y color, solo tenían una diferencia al número en su parte frontal. Estos números tendría que observarlos mientras el autobús se acercaba a la parada, y los pocos segundos que se detenía para que la gente subiese, decidiendo en esos instantes que era la hora de levantarse y arrastrar al invidente dentro del medio de transporte.




El 9, el 109, el 72, y el 37 son números bien distintos, con uno, dos o tras cifras que hasta el más avispado necesita poner atención cuando se acerca y se detiene.
Tomy nunca erraba, era igual en la secuencia que vinieran los autobuses o la combinación de unos u otros. Solamente cuando se detenía el 9, era cuando se levantaba como un resorte e indicaba a su amo que ese era el que tenía que coger...
Una vez dentro, y hasta su destino tendrían que pasar más de 10 detenciones hasta que tuviese que apearse.




Diez paradas para los viajeros, pero muchas detenciones de semáforos, atascos etc...
Yo siempre me colocaba cerca de donde se sentaba el invidente y el perro a su lado, intentando discernir que le pasaría por la cabeza al can para saber donde se tendría que bajar exactamente.




Cualquier decisión equivocada de bajar del autobús con anterioridad a su destino podría tener fatales consecuencias para Pedro en una ciudad tan grande como Barcelona.
Pasando la Plaza España quedaban exactamente 3 paradas para que Pedro se dirigiese a su trabajo y descendiera del autobús. Con una exactitud inglesa Tomy cuando se acercaba la tercera parada, se colocaba de pie como un espiral para avisar a Pedro que ya había llegado a su destino.




Todo el mundo observaba atentamente esta acción, esperando la reacción del perro.
Pero siempre era igual, metódicamente casi llegando a la Plaza Universidad, las puertas del autobús se abrían y Pedro descendía de él.
Yo continuaba mi trayecto y aun me quedaría un buen rato hasta llegar a mi destino, pero no podía dejar de observar por la ventanilla como al arrancar el autobús Pedro y su perro cruzaban la Gran Vía con la misma serenidad de siempre, para dirigirse a la Calle Urgell.




Nunca el transporte público tuvo tanta utilidad, ni fue tan necesario para nadie.




Pasaron los años y una mañana veraniega la cita invariable que teníamos Pedro el perro y yo dejo de existir.
Estuve esperando hasta una hora que apareciesen pero nunca supe nada más del invidente ni del perro.
Quizás cambió su ruta, o quizás se pusiera enfermo pero las mañanas nunca volvieron a ser las mismas

Angels Vinuesa

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