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EL GUARNERI DE GESÚ . CAPITULO II












CAPÍTULO II

Cuando el viaje finalizó regresamos a casa y mi vida recuperó la normalidad. Retomé mis estudios académicos así como los musicales. Pero desde aquel amanecer en el Sahara , mi vida había experimentado un cambio. El violonchelo había pasado a ocupar un primer lugar en la lista de mis valores. Me empleaba días en él; explorando, aprendiendo.

Innumerables veces me desmoralicé e incluso sentí ganas de renunciar a todo, pero al releer las cartas, todo volvía a recobrar su sentido.
Estudiar el chelo es muy sacrificado, horas y horas de ensayo para muy poca recompensa a corto plazo.

Hacía ocho años que estudiaba el chelo y llegó una importante prueba para mí. Debía tocar en una audición en el conservatorio, ante doscientas personas. Llevaba dos meses estudiando el concierto nº 4 de Goltermann en Sol Mayor. Cada día subía al desván colocaba mi atril y mi banqueta frente al espejo, desenfundaba el instrumento, tensaba el arco y le aplicaba resina , afinaba el chelo y comenzaba con una escala , el arpegio y las terceras . Cuando ya había calentado, iniciaba el primer movimiento del concierto. Primero lo tocaba a tempo lento para afinar bien. Me gustaba la cadencia con que principiaba, do sostenido seguido de un arpegio hasta terminar en sol, entonces entraba el piano, cerraba los ojos y me dejaba llevar. Las notas salían de dentro de mí haciendo vibrar todo el instrumento. Una vez terminado el primer movimiento con un re uno , respiraba profundamente y tocaba el segundo, macilento, melancólico. El que más me gustaba era el tercero aunque fuese el más arduo .

Una de esas tardes después de tres horas seguidas de intenso ensayo sin receso, descansé. Los dedos me dolían y unos callos habían aflorado en mis yemas.

Salí a pasear. Era un día crudo y lluvioso. Me dirigí a un parque donde nunca había nadie, extendí los brazos y alcé la vista al cielo. La lluvia bañaba mi tez y yo danzaba con una música marcada al paso de la caída de las gotas. Mi pelo negro, cada vez más mojado, danzaba a mi ritmo. Fue un momento de felicidad, libertad.

Regresé a casa calada hasta los huesos, y mi madre, al verme, sonrió. Creí que se disponía a regañarme, pero sabía cómo me complacía la lluvia y que era un momento de paz que a veces necesitaba, tal vez demasiada presión entre los estudios y demás.

El día de la audición había llegado. A las cinco de la tarde Sandra se presentó en mi casa para ayudarme y animarme y, sobre todo, para tranquilizarme. Me vestí de negro, recogí mi pelo y me maquillé un poco. Nos dirigimos hacia el conservatorio. Fui a un aula a calentar un poco y me dirigí hacia el backstage . Me crucé con David por los pasillos y me deseó suerte, esbocé una sonrisa de gratitud. Era mi turno, las rodillas me temblaban, no sabía si tocar, salir corriendo o ponerme a llorar, pero debía enfrentarme a esa prueba. Salí al escenario con una sonrisa y, como respuesta a los aplausos, saludé.

Coloqué la cinta en el suelo y le solicité el la al piano, afiné y le procuré un gesto de asentimiento. Comenzó y pocos segundos después entré yo con mi cadencia.

Poco a poco me fui sintiendo más segura, pero al llegar al tercer movimiento erré.

Terminé lo mejor que supe, saludé y al salir del escenario rompí a llorar. No lo podía creer, ¿meses de ensayo para esta recompensa? Entonces, David vino hacia mí y me felicitó por la actuación. No lo podía creer, por fin me hacía visible para él.
Los días pasaron y superé el amargo trago del concierto. David ya hablaba conmigo y paulatinamente me acercaba a él. Cada vez estaba más embelesaba, nuestras miradas se cruzaban, y mariposas volaban en mi vientre.

Era un muchacho disímil, con él las palabras sobraban, simples miradas o gestos ya lo expresaban todo. Reparé en un pequeño cambio en él, hasta ahora siempre me había visto como una chiquita y ahora, como algo más. Nuestras conversaciones eran cortas pero intensas, su mirada era desconcertante y jamás sabía qué pensaba cuando me miraba, pero no había maldad en sus ojos. Dentro de mí brotaba un sentimiento, un capullo florecía y tímidos pétalos estallaban en su belleza más álgida. Mis pensamientos no exhibían sordidez, sino la pureza, candidez y la admiración de cualquier pipiola frente a un amor platónico.

Un día, sentada en las escaleras del conservatorio, apareció y se acomodó a mi lado. Entablamos una plática y de improviso, el silencio. Me armé de valor y sostuve la mirada, impávida. El instante se tornó eternidad y estuve a punto de romper el hielo con una sonrisita, pero no lo hice. Le miraba los labios, carnosos, sonrosados y un milagro ocurrió, un beso dulce y tierno fundió nuestros labios. Dos lágrimas caían por mi gesto, cerré los ojos y eternicé ese momento. Estuvimos un rato mirándonos sin pronunciar palabra. Sonrió, se levantó y se marchó tal como había venido.

Me quedé sentada en esas escaleras, inamovible. Recordando su dulzura en mis labios.
Ahora debía pensar en mi futuro, pues cursaba el ultimo curso académico. Seguía analizando las cartas y una idea irrumpió en mí: podía viajar e ir lejos a encontrar el paradero del instrumento, pero sabía que mis padres no lo aceptarían.

El curso transcurrió con normalidad, ir al instituto, a música, salir con los amigos y con David. Cuando llegó el último día de clase, todos los compañeros nos despedimos, fue un poco triste, pero entendíamos que por delante nos quedaba toda una vida. Llegó el primer fin de semana de verano y los amigos fuimos juntos a la playa, nos explayamos mucho. Aún no tenía claro qué hacer en cuanto acabase el verano, pero aquella idea de viajar cada vez me inquietaba más y más.

El día 7 de julio llegó a casa una importante carta:

Budapest, 25 de junio de 1978
Familia Brunell,

Mi nombre es Isabel Petrov. Conviví con Marta Brunell durante el año 1940, acá en Hungría. Es la mejor persona con la que jamás he intimado y cuyos recuerdos guardo con estima, entre los que se hallan unas partituras de incontable valor. Ruego, por favor, que alguno de los miembros cercanos a la señorita Brunell venga a recoger dichas partituras y con mucho gusto le ofrezco mi casa para acomodarse y así conocer el lugar del nacimiento de la hijita de Marta. Durante años, he deseado contactar con ella pero lo único que he localizado es esta dirección que concuerda con el nombre de la infantita que aquí mismo alumbró.
Espero no ocasionar contrariedades y me despido con mucho afecto:

Isabel Petrov


Era mi billete de ida y, quizás, no de vuelta hacia el viaje de mi vida. Nos había escrito Isabel, una amiga de la abuela cuando estuvo en Hungría. Decía poseer unos recuerdos muy especiales aguardando la llegada de algún pariente cercano para recogerlos. Ese escrito hizo resurgir en mi madre un recuerdo escondido en su interior que solo había manifestado en Túnez, y en mí un rayo de esperanza.

Expuse el tema a Sandra y a David, y lo estuvimos hablando largo y tendido. Nos detuvimos a pensar el modo de comentar a mis padres que me quería embarcar en un viaje que debía hacer sola.

Determiné ponerme a trabajar para ahorrar y partir lejos. Saboreé al máximo ese estío, pues era el último que viviría con mis amigos y sobre todo con David. En agosto, decidí comentar a mis padres la idea de irme un tiempo. Obviamente su respuesta fue una negativa contundente y mi reacción, pueril, fue la esperada.

Me eché a llorar y subí corriendo a mi habitación; me planté ante el ordenador y busqué rutas por los países de las epístolas. Toda la noche moldeando un perfecto itinerario que debía comenzar el 1 de septiembre.

Recopilé las cartas de la abuela y ordenándolas por la fecha de los sellos, planifiqué una ruta: primero la bella Francia; días después, Austria, con la capital de la música, Viena; Hungría para visitar a Isabel; Ucrania; Polonia y, el fin, República Checa. El viaje debía llevarme un mes para alcanzar mi objetivo: saber de Marta y encontrar el preciado violonchelo.

El día 29 de agosto convidé a Sandra a comer. Hablamos y le mostré mi trayecto, entristecida por la idea de no verme me ofreció un abrazo cómplice y nos despedimos. Por la noche, cené con David y aunque cabizbajo me ayudó a enfrentarme a mi destino, debía hacer lo que me dictase el corazón. Me animó a embarcarme en ese éxodo, aunque eso supusiera un distanciamiento entre ambos y tal vez la ruptura de nuestra relación. Sus palabras fueron:

-Noa, haz lo que debas, vive, aprende y no me olvides, porque yo no lo haré.
Nos despedimos y nos fundimos en un beso eterno que dentro de mí jamás dejará de existir.

El día 1 de septiembre fue vibrante y caluroso, al despuntar el día una luz hermosísima bañaba mi rostro al despertar. Después de almorzar, arreglé una pequeña maleta con ropa. Recogí el violonchelo y unas cuantas partituras. Ese día mis padres habían ido a la playa con mi hermanito. Cuando lo hube recogido todo, empecé a escribir una carta donde explicaba a mis padres y a mi hermano que había reunido dinero y que me marchaba tal como les había comentado. Les suplicaba que no se enfadasen conmigo y que pronto estaría de vuelta. Prometí escribir cada semana desde cada ciudad en que estuviese. Les rogué que no se preocupasen, que estaría bien.

Firmé la carta y al colocarla en la mesa del comedor, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Por primera vez, sentí temor por marcharme, en ese momento, estuve a punto de abandonar mi propósito pero recordé las palabras de David y, aun con dos lágrimas resbalando por mi rostro, cogí la maleta y el chelo y me marché hacia un autobús que me llevaría a Francia.

Cuando subí al autobús, estaba emocionada; no sabía qué me depararía el destino, pero sabía que estaba haciendo lo que debía. Abrí un pequeño diario que escribía desde chiquita y cogí un bolígrafo y redacté las primeras sensaciones. Ahora ya estaba embarcada en un viaje, el viaje de mi vida.

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