Todas las mañanas voy a desayunar a un bar que está cerca de mi casa. Es un bareto de barrio, con olor a frituras, y por donde pasan la más grande variedad de personajes yo incluida. A mí me gusta ir porque la dueña. Fina, es amiga mía. Y en ese ratito hablamos de lo humano, pero sobre todo de lo divino, enzarzándonos en conversaciones imposibles. Es un parón en el quehacer diario, un momento de calma chicha, como la que se tiene cuando vas al mar por la mañana muy temprano. La televisión está a toda máquina, donde suenan canciones horteras, pero no me molesta.Los sonidos de las tragaperras actuan de sonido de fondo, y el hablar de todos los que se sientan en la barra para que Fina les diga alguna tontería. Estando esta mañana con mi bocata de jamón y mi cortado, leyendo la prensa, se me acercó un hombre. Era bajito y regordete, fumaba cigarrillos rubios, con todo el pelo peinado hacia atrás a la Rodolfo Valentino, y lucia unos grandes ojos azules, hundidos, ya por el...
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