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LA  SEÑORA PONS
 

 

Cada quince días  he de ir a ponerme el tinte, es una de las obligaciones que  me   impuse desde que  cumplí los  veinticinco,  y mi  cabeza sé pobló de cabellos  blancos. No eran unas canas  por ahí sueltas que se podían esconder,  sino que se veían  claramente mi cabeza  parecía tapizada por la nieve,y de este hecho fui consciente un  día mirando una fotografía, entonces me dije:

-Niña, ¡esto ya no  puede ser!-

 Desde esa  fecha  hasta la actualidad, la cosa ha ido a peor, ya que  si   antes eran  unas cuantas canas  ahora  ya  la raya  se ve a  dos leguas.

No es que me importe pasar ese tiempo  dedicado a  mi  imagen , ya que esas dos horas quincenales  que paso en la peluquería  me   sumerjo en el mundo del colorín, y doy repaso a todo bicho  viviente que suele salir  en este tipo de publicaciones. Además  lo hago con reiteración, alevosía, y  si las  peluqueras  me dan otro tipo de revistas  de esas más  sesudas les contesto:

 -¿No  tienes la del cotilleo?

Las peluquerías  en estos   largos años  han ido  cambiando,  así como las peluqueras que han pasado por mi cabeza,  ahora  las  llaman estilistas. Las recuerdo a todas y cada una de ellas, porque han formado parte de mi vida. A Montse, a Cinti, a Ana,   y un largo etcétera  sin fin...

 Del secador  de  tubo  y casco,   pasando a darle a la muñeca  a ritmo  del ultimo  “hit parade”  que suena machaconamente...

Del lavado de cabeza sin  más  que el rasca rasca, al masaje del cuero cabelludo   con cremas a base de  pepinos o de  aloe  vera, desde las cervicales  hasta  la punta  del pelo más  extremo. 

Desde peluquerías de barrio donde las vecinas  vienen a pasar el rato, a   locales de alto estilo, de esos que te ponen la bata  y te sirven el café.

Me he cansado de todos, y hasta a veces he recurrido a tintes del súper, y  a mi hija Sonia  que me  los ha  puesto.

Me he dado cuenta que si   insistes  en una peluquera   el  precio  de las facturas se va incrementando  a medida que se coge confianza, así que  si es bien cierto  que antes siempre pensaba en  la fidelidad  a  mi estilista  de siempre, ahora  voy cambiando según me da la vena, los ánimos, pero sobre todo el bolsillo  que es lo que más importa.

Al principio no suelo hablar si no me hablan, o entablar  una  conversación  más allá de los comentarios típicos sobre la artista de moda. Me dedico más a leer  como una posesa,  y de vez en cuando levantar la  vista para que no me  hagan ninguna  pifiada   y salga  como una punki y después  no me conozca  “ni mi padre”.

He pasado de ser castaña, a rubia  en todas las tonalidades, con y sin  reflejos    llegando a    morena   cobriza,  de  cabello corto, a largo,  a media melena, pero lo que nunca  han conseguido  a  hacerme  afro, con rizos o a ponerme extensiones ...

¡Cualquier día  me las pongo!

Este  último día  estaba  yo inmersa  en  mis pensamientos  más livianos, cuando  al lado, en el lava cabezas  la Sra. Pons  me demostró  cómo se puede vivir del cuento  y además  como ser rica  y no morir en el intento haciendo ostentación de ello.

 No es que tenga  nada  contra los ricos, pero si  a  esa demostración de poder  que  creen  poder  avasallar a cualquier pobre currante del peine.

La  Sra. Pons  es  una de esas típicas señoronas, arregladas como si  tuviesen que asistir a la ópera, con zapatos  de marca,   medias  a juego con la falda  y todo carísimo.

Vistas las dos, ella  y yo solo coincidíamos en la bata de color rojo que nos habían colocado,  en todo lo demás éramos diametralmente opuestas.

Quizás  fuera eso lo que me irritó  hasta límites insospechados, el que tuviésemos que compartir  el color de la bata a mí  ya me estaba bien  ser  la roja. 

 

Mientras la estilista se quejaba de  tener que dejar a su hijo pequeño en la guardería  hasta las  ocho de la noche, la Sra. Pons se vanagloriaba que ella vivía en  el campo de golf, y que  los chicos, ahora ya  casados  y con  nuevos  niñitos de papá,  siempre se habían quedado con la “chica”, apelando a  la  señorita que hacia el servicio y, añadiendo  socarronamente  que ella nunca había tenido ese problema y que no comprendía  su angustia.

 

 La peluquera apesadumbrada se quejaba que  su marido también trabajaba , y que no podían echar mano de los abuelos,  porque vivían  fuera, así que el chiquitín  tenía que quedarse  en la  guardería hasta pasadas las  ocho  y media de la tarde que es  cuando podían recogerlo.

Seguía la conversación, con muchos “óseas”  de parte de la Sra. Pons,  y mucho  ays de la peluquera,  y se fueron entonces hasta  el tiempo de veraneo,   se quejaba la estilista  que   tres meses eran muchos de fiesta, y no sabía dónde dejar a la criatura.

La Sra.  Pons  volvía  ataque de nuevo sin piedad, siguiendo con el alarde de  rica,  aduciendo que sus hijos siempre los enviaba en verano un mes al extranjero, para aprender idiomas, y después de  colonias, para acabar el verano en su  chalet de la playa.

 

La pobre muchacha que frotaba y frotaba  aquella cabeza  coloreada  con mechas  de la Sra. Pons, no daba  crédito a lo que estaba oyendo, y se preguntaba   él  porque existían tantas  diferencias  sociales  entre unos y otros.

Aquella  Sra.  no  había pegado  un sello en su  vida, ni había  pasado apuros para llegar a fin de mes, porque  siempre le caían del cielo para  que ella gastase  tranquilamente  la tarjeta que pagaba  su marido rico, y ahora se quejaba  porque los nietos... (o sea)... Venían a  quedarse a su casa  y tenía que preparar comida...

¡Ay Dios ¡... Que pasa..... ¿Qué los ricos no hacen comida?

La conversación   se estaba  volviendo  tremendamente espinosa, para la peluquera que no sabía que cara poner, y feliz  para la Sra. Pons que como suele ocurrir en este tipo de gente superficial,  no se enteraba de una mosca...

Mis hijos.. Seguía ella... fueron al colegio Francés...

Y seguía..

Llegó un momento en el que  la conversación se convirtió en un monólogo,  pues la  peluquera  cada vez se hastiaba  más de su condición,  y solamente  asentía o negaba  con la cabeza   lo que la Sra. Pons le  explicaba .

Era increíble,  La Sra. Pons no se daba cuenta que aquella muchacha, llevaba más de 9 horas peinando a señoras como aquella y  aguantando  sus  tonterías... Pero según ella para eso estaban... y sobre todo para eso le pagaban...

 

Yo estaba a escasos metros de ellas,  ya  sin interesarme si la Obregón había dejado a Darek, o  que modelo llevaba la  Princesa Leticia, que cada vez parece más  mayor con el vestuario que le ponen, que es lo que realmente  me tendría que interesar en ese momento..

¡Momento peluquería  sin más!

 

 Pero levantaba  ligeramente  la vista por encima de mis espejuelos, y observaba la   situación. La  chica  no sabía cómo agradar a la Sra. Pons con un apuro de  tres al cuarto, y  ella, la señora  pensando  que aquella  chica  estaba para servirla, como la  criada, como  los del golf  y hasta  como su p madre...

De repente  estuve a punto de decirle... ¡Por qué no  se  calla!... pero entonces me hubiesen tildado de   imperialista  y de eso ¡nada monada!

 

Menos mal que mi estilista viendo que mi cara cada vez era más convulsa, y que si  pasaba mucho más tiempo  acabaría por defender a la  sufrida  peluquera, dejando ir cualquier  palabra no correcta en  el  mundo supe correcto de la  Sra. Pons... (Ósea)  acabó  de lo  más rápido,   y pude salir de  ese lugar echando leches. Y proponiéndome  la próxima vez que   vaya a la pelu  no inmiscuirme en  conversaciones ajenas... aunque en el fondo confieso que  estas historias me encantan.

 

 

 

Angels Vinuesa

 

 

 

 

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