


Viena, 19 de diciembre de 1938
Estimada Familia,
Acabo de llegar a Austria y resido en Viena, la capital de la música.
El viaje lo realicé en carro. Después de caminar durante más de una hora hacia la estación de tren, un carricoche con dos mozalbetes jóvenes se detuvo y se ofrecieron a llevarme hacia donde ellos partían. Así que se ha convertido en toda una aventura.
Ahora me alojo en la masía de una familia a la que pago impartiendo clases de música a su hijita pequeña Bettina Shëburg. Gracias a los conciertos realizados en Francia, me han ofrecido tocar en el Palacio de Belvedere y aunque estoy un poco alterada, la idea es emocionante.
He conocido gente aquí y ha pasado algo espectacular, he encontrado al músico bohemio que solía tocar en las Ramblas. Han pasado muchos años ya desde entonces, pero al verle supe que era él.
Platicamos durante horas, me comentó que se había instalado definitivamente en Viena y me ofreció su casa, así que me trasladé. Si todo transcurre igual, seguramente viviré unos años aquí, pues he encontrado el amor.
Su nombre es Pietro di Constança, y el destino es quien me ha llevado hasta él.
Pronto interpretaremos el Concierto para dos violonchelos de Vivaldi en el Palacio de Schönbrunn . Será el acontecimiento más especial de mi vida: tocar junto a quien amo.
Será un matrimonio ideal, unido por los lazos de la música.
Con muchísimo amor.
El viaje en autobús fue largo y en peores condiciones que el anterior.
Hacía más frío y allí no había ninguna chiquita de mi edad con quien intimar así que seguí redactando el diario que había comenzado para comentar mis experiencias.
Tuve tiempo de repasar los nombres que en Austria debía encontrar: Bettina Shëburg y Pietro di Constança. Tenía que visitar una decena de casas que coincidían con los nombres, pero una dificultad se me había añadido: apenas hablaba alemán.
Por un momento, en el autobús, sentí una sensación de soledad que hasta entonces no había experimentado. Me encontraba inmersa en una aventura cuyo fin no podía divisar. No sabía lo que me sucedería al día siguiente ni hacia qué recónditos parajes me llevarían aquellas cartas.
¡Estoy en Viena! –exclamé.
Al fin había llegado al país de la elegancia y de los exquisitos gustos musicales.
Con el mapa en manó comencé a caminar hacia el albergue en que me alojaría. A escasos metros de la entrada del recinto alcé la vista y ante mí pude ver una niñita cubierta de mugre, enclítica, famélica y desolada. Abrió las manos ante mi suplicando una limosna mientras dos lagrimas resbalaban por su tez.
Vestida con harapos, temblaba de frío y no pude evitar que la imagen me conmoviera. Me adentré en el albergue y ella me siguió.
Una pequeña risita afloraba entre los tiernos labios de una criatura inocente. La lavé con agua caliente y le deje un poco de ropa, aunque le venía muy grande, le abrigaba más que sus harapos.
Descubrí su nombre, Yamila, intentando entenderla mediante gestos. Cenamos juntas y juraría no haber visto nunca unos ojos brillar con tanta intensidad como los de Yamila ante el plato de comida. La dulce infantita me acompañó durante mi estancia en Austria.
Gracias a ella, recobré la confianza del proyecto del viaje ya que la sensación de soledad no era tan presente.
El primer día, que caminando por las calles de Viena, buscábamos las casas de las familias Shëburg y di Constança, ocurrió un anécdota graciosa, con el violonchelo en mano, un plano de la ciudad con las calles marcadas y Yamila conmigo; andando, un hombre sudoroso, obsceno y grueso se acercó a nosotras, lucía unos ojos retorcidos como los de una bestia enrabiada.
El estrambótico señor danzaba dando tumbos y no controlaba muy bien el paso, debía haber tomado algunas copas, el caso es que el señor dirigió su marcha hacia nosotras. Cuando alcé la vista lo encontré frente mis ojos, frené de golpe, coloqué la niñita tras de mi y sin yo poder reaccionar el señor comenzó a reír.
¡Qué risas!
Rió y danzó y yo seguía en la misma posición. Entonces, comenzó a pronunciar una frase al mismo tiempo que me señalaba con el dedo.
-¡Te has creído que te miraba a ti! ¿eh? ¡Se lo ha creído, se lo ha creído!
Fue un momento de ridículo espantoso, todos nos miraban, y Yamila y yo comenzamos a reír. Fue un momento de felicidad que me hizo sentir en casa.
Después de recorrer media ciudad y más de quince casas, llegamos a una masía que no estaba dentro del la ciudad de Viena, sino en un pueblecito muy cerca que gozaba de un paisaje montañoso lindísimo, Melk . Llegamos a la masía de la familia di Constança y una mujer nos abrió la puerta
.
-Hola, buenos días ¿me comprende? –musité en inglés.
-Sí, ¿en qué puedo ayudarle? –respondió.
-¿Perdone conoce usted a Pietro di Constança? –inquirí.
-Sí, era mi hermano. -confesó.
Enseguida me invitó a entrar en la casa y me convidó a sentarme a su lado. Le expliqué la experiencia que estaba viviendo y emocionada me narró la historia de su hermano:
-Pietro estuvo malviviendo por países del mundo durante años. Finalmente, se instaló aquí, en Viena, y parecía irle todo bien, ya que se había reencontrado con un viejo amor, creo que era tu abuela, Marta.
Era alto, moreno y sus ojos eran de color esmeralda más intenso. Toda su vida la dedicó al instrumento que finalmente le quitó la vida.
De repente la conversación se detuvo bruscamente y la joven mujer con mirada chispeante sorbió un poco de agua. Acto seguido la conversación continuó.
-Todo sucedió la noche que Pietro y Marta interpretaron el Concierto para dos Violonchelos en el Palacio de Schönbrunn. La mañana del fatídico día 31 de diciembre del 38, la pareja se dirigió al palacio para realizar unas pruebas de sonido y para acabar de ensayar algunos pasajes . Cuando la noche llegó, la pareja realizó una espectacular y exquisita actuación, haciendo levantar al público de sus butacas cuyos aplausos retumbaban en los corazones de los intérpretes. Al salir de la sala, ya habiendo recogido sus camerinos, ambos se dirigieron a la salida trasera para evitar a la multitud, no había nadie en los alrededores y la ciudad se hallaba sumida en una profunda oscuridad. De repente dos voces se oyeron y dos cuerpos masculinos completamente cubiertos por túnicas grisáceas se abalanzaron sobre ellos. Uno de los individuos llevaba consigo un machete y apuntando a la cara de Marta le exigió que le entregara el instrumento.
Marta permaneció estática sin pronunciar palabra mientras Pietro se interponía entre ella y el ladrón introduciendo este el arma en su abdomen y cayendo el músico, fulminado.
Entonces apareció la guardia de palacio y los dos sujetos se esfumaron. El cuerpo de Marta tembloroso cayó desconsolado al lado de su moribundo amante, rompiendo a llorar sin consuelo posible.
Al día siguiente ella vino a mi casa y me contó lo sucedido, poco después se llevó a cabo un funeral y dos días más tarde se marchó de Viena.
El día del entierro vino preguntando por ella un hombre joven y apuesto. Decía poseer unos documentos que pertenecían al constructor del violonchelo. Marta mantuvo una distendida conversación con el varón en la que pudo observar los escritos.
Mantuvimos correspondencia postal durante varios meses pero con el paso del tiempo, cada vez nos escribíamos menos hasta que dejamos de hacerlo. Se que se marchó a Hungría y que allí estuvo conviviendo con una mujer, Isabel, la única conocedora del contenido de los manuscritos.
Marta me contó un importante secreto antes de partir: se marchó embarazada de un bebé que hoy en día sería mi sobrino.
Quedé sorprendida y desconcertada de la conversación que había mantenido con aquella mujer. Mis esquemas se habían roto, el violonchelo parecía haber adquirido un valor supremo y Marta, mi abuela, en aquellos tiempos había quedado embarazada de una persona que podía ser mi propia madre o una hermana de ella.
Decidí que mi labor en Austria había terminado ya que allí no hallaría respuestas, así que, me dispuse seguir buscando.
El momento más duro del viaje fue la despedida de Yamila, la niñita huérfana que me había acompañado durante toda mi estancia en Austria.
Confesó haberme convertido en una hermana mayor para ella, dijo nunca haber recibido nada semejante de nadie. Al oírla nos fundimos en un abrazo y un adiós surgió entre mis labios mientras las pasos me alejaban de ella y su rostro esbozaba una mueca afligida y apenada.
Acto seguido subí al tren que me llevaría a Hungría.
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