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EL GUARNERI DE GESÚ; CAPITULO VIII




CAPITULO VIII

Llegué a la República Checa y mientras caminaba hacia la calle de Robert Nozick, dos individuos de aspecto sospechoso comenzaron a seguirme.

Cargada con el violonchelo y una pequeña bolsa de mano, aceleré el paso, doblé diversas esquinas y ellos seguían detrás de mí. Giré en falso introduciéndome de lleno en una calle sin salida, intenté marcharme pero resultó imposible.

Los dos hombres se abalanzaron sobre mí imposibilitándome un intento de huida. Gritaban en una lengua que era incapaz de comprender. Me robaron mi violonchelo y mis pertenencias y huyeron acobardados.

Permanecí sentada en el suelo llorando desconsolada, para mí todo había perdido el sentido y mi esperanza se esfumó como una vela que ahogada, pierde su llama.

Comencé a caminar sin rumbo hasta que la oscuridad invadió las calles trayendo consigo el miedo, la soledad y la tristeza. Pasé toda la noche en vela paseando y pensando en un modo de salir del país y regresar.

Llegué a la conclusión de tomar un tren de manera clandestina, recluida todo el viaje en los aseos, pues no tenía dinero para pagarme un billete. Así que al llegar a la estación, subí al primer tren destino Barcelona y segundos antes de que se cerraran las puertas, alguien gritó mi nombre.

Salté del tren buscando esa voz, cuando hallé la persona que me había llamado mis ojos brillaron con tanta fuerza que ni el sol podía igualar el resplandor. Corrí desconsolada y me lancé a sus brazos, los de David. Había aparecido como un ángel que venía para salvarme. Le abracé con toda la fuerza que aún poseía y entre sollozos le pregunté cómo me había encontrado.

-Mi tren, que viajaba destino Polonia, donde iba a buscarte para traerte conmigo, sufrió una avería. Todos los pasajeros hemos pasado la noche en la estación esperando el primer tren.

Creí verte, llorando y sentada, esperando en un rincón de la estación, pero no estaba seguro y esta mañana al despertar te he visto subir al vagón y me he arriesgado a pronunciar tu nombre, por si eras tú esa muchacha y el destino me ha sonreído y te he encontrado.


No podía parar de llorar, pero ahora de felicidad. Le conté todo lo sucedido y me llevó a un hostal donde pude descansar. Me quedé dormida mientras él, me observaba y acariciaba mi pelo.

Al despertar nos dirigimos a la calle donde se hallaba el sótano, ya que no podía marcharme sin encontrar aquel tesoro mencionado en la última carta.

Descendimos unas mugrientas escaleras y hallamos una puertecita minúscula que no sobrepasaba un metro de altura, la abrimos y hallamos un armario cerrado con un candado dorado.

Introduje la llave y se abrió. Dentro había una funda de violonchelo y un maletín. Cogimos ambos objetos y nos dirigimos al hostal apresuradamente. Al llegar coloqué la funda de color rojo oscuro encima de mi cama, la acaricié apartando el polvo y leí un gravado:


"MARTA BRUNELL"






Abrí la funda y pude percibir la belleza más magna del universo: el instrumento perfecto.

Finas curvas dibujaban la silueta de la admirable obra de arte. Lo observé detalle a detalle y de arriba a bajo.

En la cabeza se percibían los tallos de una mano cansada, que dibujaban una forma redondeada y magistral; las clavijas eran de color rojizo, esculpidas, delineando las más bellas cenefas; el batidor negro estaba desgastado y las cuerdas eran oro puro, las acaricié y de ellas brotaron unos dulces sonidos; el puente , hecho con madera fina, sostenía la tensión de las cuerdas; la caja de resonancia brillaba y relucía, teñida por la cochinilla ya desgastada a causa de los rayos del sol y del paso del tiempo.

En su interior pude divisar la etiqueta que certificaba su construcción por parte del mismísimo Guarneri del Gesú.





El conjunto formaba un todo espectacular que no era digno de divisar por mis modestos ojos.

Me atreví a sacarlo de su envoltura e intentar hacerlo sonar y cuando pasé el arco por la cuerda sol, vibró regalando a mis oídos un sonido equiparable a aquellos dulces manjares que harían deleitarse al más sabio paladar.

Mientras tocaba concebía gozo y placer. Me sentía dichosa de poseer el instrumento de mi vida.

Después de varios minutos tocando, decidimos abrir el curioso maletín, en el interior hallé, para deleite de mis ojos, una ingente cantidad de dinero que Marta fue recopilando en sus últimos conciertos, así como su anillo de boda y los pendientes de oro blanco que ella lucía en sus audiciones.

Entonces llegó el momento de regresar a casa.

Los años pasaron y David y yo nos unimos en matrimonio empleando el mismo anillo de mi abuela. Con el dinero que allí hallamos montamos una escuela de música exclusiva de violonchelo a la que llamamos: El Guarneri y el violonchelo perfecto me acompañó el resto de mi vida en mis numerosos conciertos y, gracias a él, conseguí la fama.

Ahora, a mis setenta y seis años, puedo decir que mi vida ha sido un camino intrépido y que cambió el día que decidí partir en busca de mi destino.




Fin


Reus, 1 de enero de 2004

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