LA PELUQUERIA DE
TOTOLA
La peluquería de la Totola es un pequeño habitáculo al final
de la casa, que da a un patio donde una gran peral y un aguacatero protegen con
una sombra a un herrumbroso balancín que se sitúa en el fondo, y donde las
gallinas y los gallos se pasean a placer sin que haya nada que se lo impida y donde quedan tendidos los manchados trapos con el tinte de otras clientas.
La Totola es una
prestigiosa peluquera que cuenta a cientos las clientas que viven arreglarse
el pelo a su casa. Dice tener 49 años, pero ni su aspecto ni su jovialidad se
adecúan a su edad biológica. Tres sillas
de hierro, y un lava cabeza de cemento
conforman todo el mobiliario de esta humilde peluquería en un lugar
lejano del Pacifico.
La adquisición de los
tintes los combinan entre los comprados con
moneda nacional, unos pequeños botes de polvos que disuelve con agua, y deja un
rastro impérenme en las cabezas de las clientas, y otro comprados en las
tiendas por dólares, y que una amistad
le recoge cuando entran en la tienda
ganándose alguna propinilla.
Los utensilios, planchas y secadores, se los envían desde
los EEUU, así como la queratina que pone al final del peinado.
Totola se siente
orgullosa de su trabajo y continuamente te
pregunta si te gusta así o de otra
manera, la conversación es la única forma de distracción, en esta extraña peluquería donde nunca llegan las
noticias del corazón, ni las revistas de moda, ni falta que les hace...
Una gata de nombre
Cuca dormita en una silla, con su pelaje rubio manchado con gotas de los tintes, pero la gata no se
inmuta, ni por el griterío de las mujeres, ni por el ruidoso sonido del secador con el que Tota
va moldeando las diversas cabezas. Dice Totola que esa gata no es suya, pero que hasta ha parido
en su casa, y que desde que está ya no hay ratones en la casa.
De vez en cuando se asoma
alguna mujer por el pasillo exterior de la casa que da directamente a la
peluquería, y le pregunta si puede
arreglarla.
Ella sin inmutarse le contesta que ahora está haciendo un
trabajo y que se pase dos o tres horas más tarde, pero si la clienta insiste en quedarse, Totola, les
asegura que las atenderá todas pero que
no le metan prisa, que ella va a su aire, y a su ritmo.
Yo mientras soy espectadora de las conversaciones que las
mujeres desarrollan sin ninguna prisa, me balanceo en el mecedora de hierro,
mientras una escandalosa piara de
cerdos alborota tres cuadras más allá.
En este lejano lugar
del Caribe, parece que Dios se sentó y dijo ¡voy a
descansar! ¿Para qué andar con
prisas? Creo firmemente que debió ser algo así, pero para entenderlo hay que volar
hasta esta tierra, sino es imposible.
Angels Vinuesa
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