LA
PLAYA SALVAJE EN EL CARIBE
La playa estaba a escasos kilómetros del pueblo, y sin embargo su difícil acceso por carretera, hacía que la
distancia entre el punto de salida
hasta el final de trayecto fuera
complicado.
La dificultades de una
carretera llena de baches , surcada de tamarindos , y aves que circulaban su antojo , hacía que el trayecto
se hiciera completamente
mágico.
Al llegar a las marismas, que eran antesala de la playa, los cangrejos de
diminutos tamaño, tapizaban una
carretera donde le asfalto se
había quedado olvidado hacia muchos kilómetros y solo una tierra rojiza,
empapada por la época de lluvias, era el único acceso para llegar al pequeño pueblo de pescadores.
Un mar de color
plomizo, nos recibía, y una hilera de
casas con techos de guano, y desvencijadas
maderas, que sobrevivían a los embistes de un mar que antaño había sido tierra de piratas y de pecios españoles que arribaron a
estas costas hace ya demasiados años para dejar la huella en este puerto pesquero.
El mar caribe nos recibía con la calma
chicha y un sol que caía sobre unos hombros demasiado bancos en un
país, donde los negros eran los que poblaban el pequeño pueblo que resistía, los envites del tiempo y de las inclemencias.
El puerto pesquero estaba
coronado por un desvencijado
barco que era el
que cansinamente se hacía cada día a la mar para recoger
la abundante pesca
que nutria al mismo pueblo y a las poblaciones circundantes.
Era un barco que debió ser en otro tiempo, adusto y bien
plantado , pero que ahora con el paso
del tiempo y de las tormentas se había quedado escuálido y solitario , pero
que era el único que salía
a la mar para recoger el cuantioso y variado pescado. Varios
marineros , con la piel requemada por el
sol , se turnaban en
dicha tarea diaria , y una
triste bandera deshilachada
colgaba desde el mástil carcomido
de color y textura indefinida.
Sin embargo el encanto natural del puerto pesquero era de
un valor incalculable, y la retina se
fundía entre el paisaje y se confundía llegando al horizonte que era la
barrera entre ese mundo salvaje y el
otro mundo donde ansiaban
llegar en balsa y donde tantos
había dado con sus huesos en las
fauces de los tiburones dejando
sus ilusiones enterradas en el fondo del mar que
cada día les vigilaba.
Me acerqué hasta la orilla de la una playa con arena
blanca y me descalcé para que mis
pies resbalaran por un
agua tibia y recalentada por el
sol que caía a plomo. La
sensación de placer fue
indescriptible , y el sonido parecido
del rumor de aquel otro mar conocido por
mi desde mi niñez se entrecruzaba
por este otro mar a miles de kilómetros de
distancia.
No existían ni bares
ni restaurantes de grandes
rótulos luminosos, una humildísima casa nos acogía
en su seno, para regalarnos con su amabilidad una deliciosa
comida de pescado fresco y
refresco de limón hecho de polvos y agua pero que recogido en
el refrigerador, se asemejaba mucho
a cualquier refresco de marca conocido .
Dos balancines de hierro, nos esperaban, y sentada con el
dulce balanceo al compás con el sonido de este mar lejano , hacía que
desde la ventana sin cristales, sentir
una sensación de calma y tranquilidad casi olvidada
en personas que viven bajo el estrés diario
y la contaminación.
El paseo tras la
copiosa comida , por esa playa
salvaje me reconcilió
con el universo y me regaló una
docena de caracolas de color anaranjado que guardé en mi
maleta para recordar para siempre
ese día mágico en la playa
salvaje.
Angels Vinuesa
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