Él, el chico, siempre le escribía cartas inocentes y pueriles. En ellas, redactadas con excelente ortografía, le hacía participe a ella, la chica, de su vida... Después la releía , la doblaba cuidadosamente , la introducía en el sobre , y escribía con grandes letras su dirección. La sabia de memoria, colocaba un sello en la parte superior derecha dirigiéndose a buscar un buzón. Esta acción se había convertido en una rutina, salía alegremente a la calle, y a medida que se acercaba la buzón y cuando solo le separaban dos pasos, descuidadamente daba un beso en el sobre, escondiéndose de los transeúntes y la enviaba. Tenía la certeza que, ella, la chica, la recibiría en pocos días e imaginaba que cara pondría al recibirla. Solo ese pensamiento, le hacia sonreír y ser feliz. Esperaba unos días, y salía disparado a mirar su buzón. -Seguro que ya tengo noticias –pensaba- Y nunca se equivocaba. Allí estaba la carta de ella. La escondía en un bolsillo, y entraba en
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